Soldados


Las investigaciones que llevaba hasta el momento parecían apuntar a Italia como uno de los posibles destinos de la huida de don Álvaro, por lo que en el mes de febrero, y bajo las noticias de un nuevo enfrentamiento bélico, marché hacia Italia.

Consciente de que se habían alistado en ella una gran cantidad de caballeros castellanos, don Carlos insistió en acompañarme para vigilar de cerca la posible aparición del traidor. Nos infiltramos ambos como soldados, y mientras don Carlos se implicó activamente en las acciones militares yo me dediqué a investigar.

Durante las primeras semanas de nuestra estancia allí mantuve conversación con numerosos oficiales a los que interrogué de manera velada, pero no conseguí encontrar ninguna pista que me llevara hasta don Álvaro. Don Carlos, por su parte, continuó en la contienda hasta que un día fue herido en una pelea.

Como me relató más tarde, fue un tal don Fadrique de Herreros el que lo encontró tendido y le prestó ayuda. Al haberle auxiliado, y provenir también de España, enseguida entablaron una estrecha amistad, de la que he de decir que nunca me fié. 

Pasado un tiempo, en uno de los combates que se sucedieron durante la guerra, don Fadrique resultó gravemente herido y le trasladaron con rapidez a la camilla del cirujano. Don Carlos, inquieto y afligido, le acompañó en todo momento tratando de brindarle esperanzas.

De manera furtiva al lado de la tienda escuché la conversación que mantuvieron, y transcribo aquí lo que don Fadrique, creyéndose ya muerto, le pidió:

«Vos solo, solo, cumpliréis con lo que quiero de vos exigir. Juradme por la fe de caballero que haréis cuanto aquí os encargue, con inviolable secreto.»


Don Carlos entonces le dio la mano y juró ayudarle en cuanto pudiera. Don Fadrique le mostró una pequeña llave que guardaba y prosiguió entonces:

«Con ella abrid, yo os lo ruego, a solas y sin testigos, una caja que en el centro hallaréis de mi maleta. En ella, con sobre y sello, un legajo hay de papeles; custodiadlos con esmero, y al momento que yo expire los daréis, amigo, al fuego.»


Don Carlos le juró hacerlo, aunque tuvo que hacerlo prometiendo que quemaría el contenido de la caja sin antes leerlo.

Al salir de la tienda para hacerse con la caja fue cuando intercedí, y tras lamentar haber espiado la conversación con su fiel amigo le confesé que no confiaba en don Fadrique. Le aconsejé firmemente abrir la misteriosa caja, y si la integridad de su amigo quedaba intacta no debía preocuparse por haber roto su promesa, ya que su contenido inocente a nadie causaba daño.

Tras pensarlo largamente e intentar negarse, finalmente decidió buscar la caja y examinar lo que había dentro.

Fue entonces cuando se desveló todo. Un retrato de doña Leonor confirmó la identidad de aquel que yacía en la cama. Don Carlos, encolerizado, trató de calmar su desengaño esperando el momento adecuado para la venganza, cuando don Álvaro, recuperado, pudiera batirse en duelo con él.

Así terminó sucediendo y no pudo evitarse el desdichado final. Don Carlos, atravesado por la espada del traidor, se halla muerto.



Contenido de la caja de don Álvaro






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