La gruta


Tras encontrar varios indicios, y gracias a las sospechas del Hermano Melitón, descubrí que en el convento de los Ángeles no todos eran quienes decían ser... 

Al principio no podía creérmelo. No quería creerlo. Después de tantos esfuerzos sin resultado alguno; después de tanto sacrificio... No. No podía ser. 

Pero era. 

La descripción del Hermano Melitón hizo sonar todas mis alarmas: «tiene cosas muy raras. El otro día estaba cavando en la huerta, y tan pálido y tan desemejado que le dije en broma que parecía un mulato, y me echó una mirada, y cerró el puño, y aun lo enarboló de modo que parecía que me iba a tragar. Pero se contuvo, se echó la capucha y desapareció». Esa rabia contenida no me parecía muy propia de un ayudante de Dios, pero se detuvo; pudo haber sido un momento de flaqueza cristiana. Sin embargo, cuando el Hermano prosiguió ya no había lugar a la duda, era él... Don Álvaro. ¿A quién más podía referirse con semejantes palabras? «Parecía un indio bravo. Y como vino al convento de un modo tan raro, y nadie lo viene nunca a ver, ni sabemos dónde nació...».

Además, las malas lenguas hablan sobre un nuevo fraile de la Orden que en realidad era el mismísimo demonio. Nadie en estas tierras puede ser descrito como el hijo de Satán más que él. No podía esperar más, y si algo me ha demostrado este oficio es que las coincidencias rara vez lo son. Así que decidí apresurarme al convento y, como temía y deseaba a partes iguales, en esos lares encontré lo que tanto tiempo he andado buscando...  

Si bien un amable vecino me prestó su caballo para evitar la demora, el Hermano Melitón, temiendo el peor de los presagios, me avisó a mi llegada de que el Padre Rafael y un misterioso caballero habían partido hacia la sierra. 

Subí trepando los riscos como si el espíritu de una cabra montesa me hubiese poseído, y durante mi trayecto no podía dejar de pensar en qué haría si fuera verdad, qué haría si realmente Don Álvaro estuviera en lo alto de esa sierra. Pero las imágenes que se sucedían en mi vertiginosa mente se detuvieron en seco cuando, al llegar a una gruta, vi a dos hombres, cuyos rostros me resultaban muy familiares. 

Allí estaba él... Don Álvaro, mejor conocido como el Padre Rafael. Enfrente se encontraba Don Alfonso, mi patrón. Ambos se enzarzaron en duelo y el hermano de Don Carlos cayó herido. Intenté mediar palabra, intenté gritar con todas mis fuerzas para detenerlos, pero el temblor se apoderó de mis cuerdas vocales cuando reconocí aquel lugar. En ese momento supe que, inevitablemente, ambos hombres se encontrarían en aquella ermita con Doña Leonor. 

Yo sabía que ella había estado allí escondida todo este tiempo, haciéndose pasar por fraile, por hombre...  Mi cabeza no podía procesar toda la información, ¿de dónde habían salido estos majaderos? ¿Eran acaso productos del diablo?

Todo pasó muy rápido. Mis piernas no respondían. Mis labios enmudecieron. Pero entonces grité. Solo pude gritar dos palabras. Dos palabras que llevaban resonando en mi cabeza todo este tiempo: «¡Don Álvaro!» 

Él se giró a mirarme y durante esos instantes el tiempo se detuvo, aunque no para todos. En aquellos escasos segundos en los que Don Álvaro se volvía hacia mí, Doña Leonor se abalanzó sobre su hermano para abrazarlo, pero el muy canalla clavó su puñal en el corazón de su hermana y ambos murieron en aquel frío suelo. 

Doña Leonor y Don Alfonso yacen ahora en el campo santo. 








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