Posesión




Yo me encontraba absolutamente petrificado ante tan atroz escenario, totalmente incapaz de mover un solo músculo.  Apenas acerté a balbucir unos ininteligibles sonidos antes de levantar instintivamente la mirada y dirigirla hacia el rostro desencajado de don Álvaro. El indiano caminó hacia el cuerpo de Leonor —aunque parecía más bien deslizarse por las rocas como un vil espectro— y lo tomó en brazos. De su boca solo salieron desgarrados alaridos y frases sin sentido. Así estuvo unos minutos hasta que comenzó a oírse la voz del Padre Guardián, cuya silueta se vislumbraba en la entrada de la gruta. Al escuchar los gritos de alarma del pío varón, don Álvaro volvió en sí y salió huyendo hacia el exterior.

Toda la congregación, que había acudido a la llamada del Padre Guardián, se encontraba ya junto a él, expectante. Don Álvaro pasó por delante con los ojos prácticamente fuera de sus órbitas. Esta perversa aparición asombró y aterrorizó a los frailes, que jamás habían visto así al padre Rafael. Asomaron todos la mirada entonces al interior de la gruta y, a la luz del farol del Padre Guardián, pudieron presenciar el grotesco cuadro de sangre y muerte que en su interior se hallaba. Algunos no pudieron contener la náusea, otros se tapaban los ojos mientras apretaban con la otra mano un crucifijo y el resto exclamaba: —¡Dios mío, una mujer!

Volví la cabeza hacia fuera y vi cómo la siniestra figura se aproximaba corriendo a la montaña, hasta alcanzar el risco más escarpado. Desde allí arriba se adivinaba apenas el rostro pálido de don Álvaro, cubierto la capucha del hábito. El Padre Guardián, que había salido de la cueva, percibió mi mirada fija en la montaña y rápidamente se percató de lo que estaba sucediendo. Entonces gritó: —¡Padre Rafael!—, pero solo recibió como respuesta el sonido de los truenos. Después de un rato, todos vimos cómo don Álvaro se giraba y, con el rostro convulso, nos miraba con una diabólica sonrisa. Dijo entonces: —Busca, imbécil, al padre Rafael... Yo soy un enviado del infierno, soy el demonio exterminador... Huid, miserables.

—¡Dios misericordioso, apiádate de esta congregación —pensé. La tormenta era cada vez más intensa, los relámpagos caían y estallaban alrededor de nosotros. Supe entonces que aquello que estaba presenciando era real: el mismo diablo moraba en las entrañas de don Álvaro. Después de que otro rayo impactara en el risco donde este se hallaba, se oyó lo siguiente: —Infierno, abre tu boca y trágame! ¡Húndase el cielo, perezca la raza humana; exterminio, destrucción...!— El monje, con el demonio ya visible en su faz, se precipitó finalmente al vacío.

Desde aquel día no volví a ser el mismo. Tardé meses en dormir siquiera un par de horas seguidas sin despertarme sudando y gritando. Hoy soy plenamente consciente de lo que vi, aunque ello me haya supuesto perder parte de mi cordura. Nadie es más poderoso que el destino, nadie puede escaparse de sus afiladas garras. Don Álvaro, primero galán y luego devoto del Señor, cometió un error fatal: nunca debió tratar de escapar con Leonor. A partir de entonces su destino estuvo decidido, como vaticinó aquella gitana. Nadie escapa, huir es inútil. El indiano quiso redimirse de todo aquello huyendo y huyendo. Primero quiso hacer la guerra y morir como un héroe, pero el destino le había reservado otro final. Trató de entregar su vida a Dios y a los más necesitados, pero el destino no entiende de esas cosas. Y murió, y sintió morir a Leonor no una sino dos veces. Murió por fin aquel osado indiano en las manos de quien verdaderamente decide nuestro sino: el avérnico áspid que ya en el inicio de los tiempos convenció a Eva de probar el fruto prohibido.

Quiero acabar esta crónica con las palabras que pronunció 
el Padre Guardián en el momento en que don Álvaro se precipitó a la negrura de aquel precipicio: ¡Misericordia, misericordia!


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